Evohé

Evohé
Este término, Evohé, es el concepto que se utilizaba antes de comenzar los ritos entre los antiguos hombres de Grecia y demás naciones, fundamentalmente representó la unión entre lo divino y lo humano, una unión que daba origen y fundamento a toda actividad, no sólo religiosa.

sábado, 25 de marzo de 2017

EL MITO DE LA CAVERNA

–Y a continuación,  compara con la siguiente escena,  el estado en que, con respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza:
Imagina una especie vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello, de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, a la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido un tabique parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus maravillas.

–Ya lo veo –dijo.

–Pues bien, imagínate ahora, a lo largo de esa pared, unos hombres que transportan toda clase de objetos, cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.

–¡Qué extraña escena describes –dijo– y que extraños prisioneros!

–Iguales que nosotros –dije–, porque en primer lugar, ¿crees que los que están así han visto otra cosa de sí
mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está
frente a ellos?

–¿Cómo –dijo–, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?

–¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?

–¿Qué otra cosa van a ver?

–¿Y si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos?

–Forzosamente.

–¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?

–No, ¡por Zeus! –dijo.

–Entonces no hay duda –dije yo– de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados.

–Es enteramente forzoso –dijo.

–Examina, pues –dije–, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia, y si, conforme a la naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz, y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por quedarse deslumbrado, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que contestaría si le dijera alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que entonces se le mostraba?





–Mucho más –dijo.

–Y si se le obligara a fijar su vista en la misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que escaparía, volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría que éstos son real- mente más claros que los que le muestra.

–Así es –dijo.

–Y si se lo llevaran de allí a la fuerza –dije–, obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a mal el ser arrastrado, y que, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas?

–No, no sería capaz –dijo–, al menos por el momento.

–Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. lo que vería más fácilmente
serían, ante todo, las sombras; luego, las imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio.

–¿Cómo no?

–Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que él estaría en condiciones de mirar y
contemplar.

–Necesariamente –dijo.

–Y después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible, y que es, en cierto modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos veían.

–Es evidente –dijo– que después de aquello vendría a pensar en esto otro.

–Y que cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos compañeros de
cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos?

–Efectivamente.

–Y si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que concedieran los unos a aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y acordarse mejor de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o junto con otras, fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados en ello, lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquéllos, o bien que le ocurriría lo de Homero, es decir, que preferiría decididamente «trabajar la tierra al servicio de otro hombre sin patrimonio» o sufrir cualquier otro destino antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?

–Eso es lo que creo yo –dijo–: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella vida.

–Ahora fíjate en esto –dije–: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas, como a quien deja súbitamente la luz del sol?

–Ciertamente –dijo.

–Y si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente encadenados, opinando
acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad –y no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse–, ¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una semejante ascensión? ¿Y no matarían, si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara desatarles y hacerles subir?

–Claro que sí –dijo.

–Pues bien –dije–, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh amigo Glaucón!, a lo que se ha dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión, y la luz del fuego que hay en ella, con el poder del sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del alma hasta la región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre, que es lo que tu deseas conocer, y que sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez percibido, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas; que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.


PLATÓN, La República, VII, 514a–521b


SOBRE EL ORIGEN DEL NOMBRE "FILÓSOFO"





Aunque nosotros vemos que la filosofía es un hecho antiquísimo, reconocemos, no obstante, que su nombre es reciente. Porque ¿quién puede negar que la sabiduría no solo es antigua en sí, sino que también lo es su nombre? Ella se ganaba este bellísimo nombre entre los antiguos por su conocimiento de las cosas divinas y humanas, especialmente por su conocimiento de los principios y las causas de todas las cosas.

Así, si nos atenemos a la tradición, están aquellos famosos siete sabios, que por los griegos eran considerados y llamados “sophoí” y por nosotros sapientes y muchos  siglos antes Licurgo, en cuya época vivió también Homero antes de la  fundación de nuestra ciudad, y ya en los tiempos heroicos hemos oído de Ulises  y Néstor que fueron sabios y tenidos por tales. Ciertamente la tradición no habría hablado de que Atlante sostiene el cielo ni de que Prometeo está encadenado al Cáucaso, ni de que Cefeo está situado entre las estrellas con su esposa, su yerno y su hija, si su conocimiento divino de las cosas celestes no hubiera transferido sus nombres al error del mito. 

A continuación, todos aquellos que bajo su guía se dedicaban con pasión a la contemplación de la naturaleza eran considerados y llamados sabios y este título se extendió hasta el tiempo de Pitágoras, del que según Heráclides Póntico, discípulo de Platón, hombre de gran cultura, se cuenta que llegó a Fliunte, donde trató con erudición y elocuencia de algunas cuestiones con León, príncipe de los fliasios. Admiró León de su talento y de sus palabras, le preguntó en qué arte confiaba por encima de todo, a  lo que él respondió que no conocía ningún arte en particular, sino que él era un “filósofo”. León, asombrado por la novedad del nombre, preguntó quiénes eran los filósofos y qué diferencia había entre ellos y los demás; a lo que Pitágoras respondió que a él la vida de los hombres le parecía semejante a ese tipo de ferias que se celebran con un grandísimo aparato de juegos con la participación de toda Grecia, porque, del mismo modo que allí hay unos que tratan de alcanzar la gloria y la celebridad de la corona de la victoria con sus cuerpos entrenados, mientras que otros llegan con la intención de obtener una ganancia comprando y vendiendo, hay un tipo determinado de personas, y con gran diferencia el de mayor valía, que no buscan ni el aplauso ni el lucro, sino que llegan allí simplemente para ver y observar con atención qué es lo que sucede y cómo sucede, de la misma manera nosotros también, como si hubiéramos venido de una ciudad a una especie de feria atiborrada de gente, hemos venido a esta vida desde una vida y una naturaleza diferentes, unos para ser esclavos de la gloria, otros del dinero, pero hay unos pocos que, sin tener en consideración todo los demás, se dedican con pasión a examinar la naturaleza de la realidad, y ellos son los que se llaman a sí mismos amantes de la sabiduría, que es lo que significa ”filósofos” y, del mismo modo que en la feria el comportamiento más noble es limitarse a contemplar sin buscar nada para sí, así también en la vida la contemplación y el conocimiento de la realidad son actividades que superan con mucho a todas las demás.

Mas Pitágoras no se limitó a ser el inventor del término. Sino que también amplió los contenidos mismos de la filosofía. Cuando él llegó a Italia, después de esta conversación en Fliunte, bien como particular o como hombre público, con las instituciones y las artes más sobresalientes contribuyó al ornato de la llamada Magna Grecia. Quizá habrá otra ocasión para hablar sobre su doctrina. Pero desde los primeros tiempos de la filosofía hasta Sócrates, que había oído a Arquelao, un discípulo de Anaxágoras, los filósofos trataban de los números y los movimientos y se preguntaban de dónde se originan y a donde vuelven todas las cosas e investigaban con gran empeño las magnitudes, los intervalos y los cursos de los astros y todos los fenómenos celestes. Sócrates fue el primero que hizo descender la filosofía del cielo, la colocó en las ciudades, la introdujo también en las casas y la obligó a ocuparse de la vida y de las costumbres, del bien y del mal. Su variado método de discusión, la diversidad de los temas y la grandeza de su talento, inmortalizados por el recuerdo y los escritos de Platón, dieron origen a muchas escuelas filosóficas que disentían entre sí, de las cuales yo me he atenido sobre todo al método, que en mi opinión era el que practicaba Sócrates, que consiste en suspender nuestra opinión propia, en liberar a los demás del error y en buscar en toda discusión lo que es lo más verosímil. Y puesto que ésta es la costumbre a la que se ha atenido Carnéades con grandísima agudeza y elocuencia, también he intentad yo, no sólo en otras muchas ocasiones, sino también recientemente en Túsculo, adaptar nuestras discusiones a esta costumbre. 

CICERÓN, "Disputaciones Tusculanas", V, 3,7 - 5,11
(Traducción de Alberto Medina Gonazález, Editorial Gredos, 2005)