I. La civilización del
espectáculo
Claudio
Pérez, enviado especial de El País a Nueva York para informar sobre la crisis
financiera, escribe, en su crónica del viernes 19 de septiembre de 2008: «Los
tabloides de Nueva York van como locos buscando un broker que se arroje al
vacío desde uno de los imponentes rascacielos que albergan los grandes bancos
de inversión, los ídolos caídos que el huracán financiero va convirtiendo en
cenizas». Retengamos un momento esta imagen en la memoria: una muchedumbre de
fotógrafos, de paparazzi, avizorando las alturas, con las cámaras listas, para
captar al primer suicida que dé encarnación gráfica, dramática y espectacular a
la hecatombe financiera que ha volatilizado billones de dólares y hundido en la
ruina a grandes empresas e innumerables ciudadanos. No creo que haya una imagen
que resuma mejor la civilización de la que formamos parte.
Me
parece que ésta es la mejor manera de definir la civilización de nuestro
tiempo, que comparten los países occidentales, los que, sin serlo, han
alcanzado altos niveles de desarrollo en el Asia, y muchos del llamado Tercer
Mundo.
¿Qué
quiere decir civilización del espectáculo? La de un mundo donde el primer lugar
en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse,
escapar del aburrimiento, es la pasión universal. Este ideal de vida es
perfectamente legítimo, sin duda. Sólo un puritano fanático podría reprochar a
los miembros de una sociedad que quieran dar solaz, esparcimiento, humor y
diversión a unas vidas encuadradas por lo general en rutinas deprimentes y a
veces embrutecedoras. Pero convertir esa natural propensión a pasarlo bien en
un valor supremo tiene consecuencias inesperadas: la banalización de la
cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo de la información,
que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo.
¿Qué ha
hecho que Occidente fuera deslizándose hacia una civilización de este orden? El
bienestar que siguió a los años de privaciones de la Segunda Guerra Mundial y
la escasez de los primeros años de la posguerra. Luego de esa etapa durísima,
siguió un período de extraordinario desarrollo económico. En todas las
sociedades democráticas y liberales de Europa y América del Norte las clases
medias crecieron como la espuma, se intensificó la movilidad social y se
produjo, al mismo tiempo, una notable apertura de los parámetros morales,
empezando por la vida sexual, tradicionalmente frenada por las iglesias y el
laicismo pacato de las organizaciones políticas, tanto de derecha como de
izquierda. El bienestar, la libertad de costumbres y el espacio creciente
ocupado por el ocio en el mundo desarrollado constituyeron un estímulo notable
para que se multiplicaran las industrias de la diversión, promovidas por la
publicidad, madre y maestra mágica de nuestro tiempo. De este modo, sistemático
y a la vez insensible, no aburrirse, evitar lo que perturba, preocupa y
angustia, pasó a ser, para sectores sociales cada vez más amplios de la
cúspide a la base de la pirámide social, un mandato generacional, eso que
Ortega y Gasset llamaba «el espíritu de nuestro tiempo», el dios sabroso,
regalón y frívolo al que todos, sabiéndolo o no, rendimos pleitesía desde hace
por lo menos medio siglo, y cada día más.
Otro
factor, no menos importante, para la forja de esta realidad ha sido la
democratización de la cultura. Se trata de un fenómeno que nació de una
voluntad altruista: la cultura no podía seguir siendo el patrimonio de una
elite, una sociedad liberal y democrática tenía la obligación moral de poner la
cultura al alcance de todos, mediante la educación, pero también la promoción y
subvención de las artes, las letras y demás manifestaciones culturales. Esta
loable filosofía ha tenido el indeseado efecto de trivializar y adocenar la
vida cultural, donde cierto facilismo formal y la superficialidad del contenido
de los productos culturales se justificaban en razón del propósito cívico de
llegar al mayor número. La cantidad a expensas de la calidad. Este criterio,
proclive a las peores demagogias en el dominio político, en el cultural ha
causado reverberaciones imprevistas, como la desaparición de la alta cultura,
obligatoriamente minoritaria por la complejidad y a veces hermetismo de sus
claves y códigos, y la masificación de la idea misma de cultura. Ésta ha pasado
ahora a tener exclusivamente la acepción que ella adopta en el discurso
antropológico. Es decir, la cultura son todas las manifestaciones de la vida de
una comunidad: su lengua, sus creencias, sus usos y costumbres, su
indumentaria, sus técnicas y, en suma, todo lo que en ella se practica, evita,
respeta y abomina. Cuando la idea de la cultura torna a ser una amalgama
semejante es inevitable que ella pueda llegar a ser entendida, apenas, como una
manera agradable de pasar el tiempo. Desde luego que la cultura puede ser
también eso, pero si termina por ser sólo eso se desnaturaliza y se deprecia:
todo lo que forma parte de ella se iguala y uniformiza al extremo de que una
ópera de Verdi, la filosofía de Kant, un concierto de los Rolling Stones y una
función del Cirque du Soleil se equivalen.
No es
por eso extraño que la literatura más representativa de nuestra época sea la
literatura light, leve, ligera, fácil, una literatura que sin el menor
rubor se propone ante todo y sobre todo (y casi exclusivamente) divertir.
Atención, no condeno ni mucho menos a los autores de esa literatura
entretenida pues hay, entre ellos, pese a la levedad de sus textos, verdaderos
talentos. Si en nuestra época es raro que se emprendan aventuras
literarias tan osadas como las de Joyce, Virginia Woolf, Rilke o Borges no es
solamente en razón de los escritores; lo es, también, porque la cultura en
la que vivimos inmersos no propicia, más bien desalienta, esos esfuerzos
denodados que culminan en obras que exigen del lector una concentración
intelectual casi tan intensa como la que las hizo posibles. Los lectores de hoy
quieren libros fáciles, que los entretengan, y esa demanda ejerce una
presión que se vuelve poderoso incentivo para los creadores.
Tampoco
es casual que la crítica haya poco menos que desaparecido en nuestros medios de
información y se haya refugiado en esos conventos de clausura que son las
Facultades de Humanidades y, en especial, los Departamentos de Filología cuyos
estudios son sólo accesibles a los especialistas. Es verdad que los
diarios y revistas más serios publican todavía reseñas de libros, de
exposiciones y conciertos, pero ¿alguien lee a esos paladines solitarios
que tratan de poner cierto orden jerárquico en esa selva promiscua en que se ha
convertido la oferta cultural de nuestros días? Lo cierto es que la
crítica, que en la época de nuestros abuelos y bisabuelos desempeñaba un papel
central en el mundo de la cultura porque asesoraba a los ciudadanos en la
difícil tarea de juzgar lo que oían, veían y leían, hoy es una especie en
extinción a la que nadie hace caso, salvo cuando se convierte también ella
en diversión y espectáculo.
La
literatura light, como el cine light y el arte light, da la impresión cómoda al
lector y al espectador de ser culto, revolucionario, moderno, y de estar a
la vanguardia, con un mínimo esfuerzo intelectual. De este modo, esa cultura
que se pretende avanzada y rupturista, en verdad propaga el conformismo a
través de sus manifestaciones peores: la complacencia y la autosatisfacción.
En la
civilización de nuestros días es normal y casi obligatorio que la cocina y la
moda ocupen buena parte de las secciones dedicadas a la cultura y que los
«chefs» y los «modistos» y «modistas» tengan ahora el protagonismo que antes
tenían los científicos, los compositores y los filósofos. Los hornillos,
los fogones y las pasarelas se confunden dentro de las coordenadas culturales
de la época con los libros, los conciertos, los laboratorios y las óperas,
así como las estrellas de la televisión y los grandes futbolistas ejercen sobre
las costumbres, los gustos y las modas la influencia que antes tenían los
profesores, los pensadores y (antes todavía) los teólogos. Hace medio siglo,
probablemente en los Estados Unidos era un Edmund Wilson, en sus artículos
de The New Yorker o The New Republic, quien decidía el fracaso o el éxito de un
libro de poemas, una novela o un ensayo. Hoy son los programas televisivos
de Oprah Winfrey. No digo que esté mal que sea así. Digo, simplemente, que es
así.
El
vacío dejado por la desaparición de la crítica ha permitido que,
insensiblemente, lo haya llenado la publicidad, convirtiéndose ésta en nuestros
días no sólo en parte constitutiva de la vida cultural sino en su vector
determinante. La publicidad ejerce un magisterio decisivo en los gustos,
la sensibilidad, la imaginación y las costumbres. La función que antes tenían,
en este ámbito, los sistemas filosóficos, las creencias religiosas, las
ideologías y doctrinas y aquellos mentores que en Francia se conocía como los
mandarines de una época, hoy la cumplen los anónimos «creativos» de las
agencias publicitarias. Era en cierta forma obligatorio que así ocurriera a
partir del momento en que la obra literaria y artística pasó a ser considerada
un producto comercial que jugaba su supervivencia o su extinción nada más y
nada menos que en los vaivenes del mercado, aquel período trágico en que
el precio pasó a confundirse con el valor de una obra de arte. Cuando una
cultura relega al desván de las cosas pasadas de moda el ejercicio de
pensar y sustituye las ideas por las imágenes, los productos literarios y
artísticos son promovidos, aceptados o rechazados por las técnicas
publicitarias y los reflejos condicionados de un público que carece de defensas
intelectuales y sensibles para detectar los contrabandos y las extorsiones
de que es víctima. Por ese camino, los esperpentos indumentarios que un John
Galliano hacía desfilar en las pasarelas de París (antes de descubrirse
que era antisemita) o los experimentos de la nouvelle cuisine alcanzan el
estatuto de ciudadanos honorarios de la alta cultura.
Este
estado de cosas ha impulsado la exaltación de la música hasta convertirla en el
signo de identidad de las nuevas generaciones en el mundo entero. Las
bandas y los cantantes de moda congregan multitudes que desbordan todos los
escenarios en conciertos que son, como las fiestas paganas dionisíacas que
en la Grecia clásica celebraban la irracionalidad, ceremonias colectivas de
desenfreno y catarsis, de culto a los instintos, las pasiones y la
sinrazón. Y lo mismo puede decirse, claro está, de las fiestas multitudinarias
de música electrónica, las raves, en los que se baila en tinieblas, se
escucha música trance y se vuela gracias al éxtasis. No es forzado equiparar
estas celebraciones a las grandes festividades populares de índole
religiosa de antaño: en ellas se vuelca, secularizado, ese espíritu religioso
que, en sintonía con el sesgo vocacional de la época, ha reemplazado la
liturgia y los catecismos de las religiones tradicionales por esas
manifestaciones de misticismo musical en las que, al compás de unas voces
e instrumentos enardecidos que los parlantes amplifican hasta lo inaudito, el
individuo se desindividualiza, se vuelve masa y de inconsciente manera
regresa a los tiempos primitivos de la magia y la tribu. Ése es el modo contemporáneo,
mucho más divertido por cierto, de alcanzar aquel éxtasis que Santa Teresa o
San Juan de la Cruz lograban a través del ascetismo, la oración y la fe.
En la fiesta y el concierto multitudinarios los jóvenes de hoy comulgan, se
confiesan, se redimen, se realizan y gozan de ese modo intenso y elemental
que es el olvido de sí mismos.
Masificación
es otro rasgo, junto con la frivolidad, de la cultura de nuestro tiempo. Ahora
los deportes han adquirido una importancia que en el pasado sólo tuvieron
en la antigua Grecia. Para Platón, Sócrates, Aristóteles y demás frecuentadores
de la Academia, el cultivo del cuerpo era simultáneo y complementario del
cultivo del espíritu, pues creían que ambos se enriquecían mutuamente. La
diferencia con nuestra época es que ahora, por lo general, la práctica de
los deportes se hace a expensas y en lugar del trabajo intelectual. Entre los
deportes, ninguno descuella tanto como el fútbol, fenómeno de masas que,
al igual que los conciertos de música moderna, congrega muchedumbres y las
enardece más que ninguna otra movilización ciudadana: mítines políticos,
procesiones religiosas o convocatorias cívicas. Un partido de fútbol puede ser
desde luego para los aficionados —yo soy uno de ellos— un espectáculo
estupendo, de destreza y armonía del conjunto y de lucimiento individual, que entusiasma
al espectador. Pero, en nuestros días, los grandes partidos de fútbol sirven
sobre todo, como los circos romanos, de pretexto y desahogo a lo
irracional, de regresión del individuo a su condición de parte de la tribu, de
pieza gregaria en la que, amparado en el anonimato cálido de la tribuna,
el espectador da rienda suelta a sus instintos agresivos de rechazo del otro,
de conquista y aniquilación simbólica (y a veces hasta real) del
adversario. Las famosas «barras bravas» de ciertos clubes y los estragos que
provocan con sus entreveros homicidas, incendios de tribunas y decenas de
víctimas muestran cómo en muchos casos no es la práctica de un deporte lo que
imanta a tantos hinchas —casi siempre varones aunque cada vez haya más
mujeres que frecuenten los estadios— hacia las canchas, sino un ritual que
desencadena en el individuo instintos y pulsiones irracionales que le
permiten renunciar a su condición civilizada y conducirse, a lo largo de un
partido, como parte de la horda primitiva.
Paradójicamente,
el fenómeno de la masificación es paralelo al de la extensión del consumo de
drogas a todos los niveles de la pirámide social. Desde luego que el uso
de estupefacientes tiene una antigua tradición en Occidente, pero hasta hace
relativamente poco tiempo era práctica casi exclusiva de las elites y de
sectores reducidos y marginales, como los círculos bohemios, literarios y
artísticos, en los que, en el siglo XIX, las flores artificiales tuvieron
cultores tan respetables como Charles Baudelaire y Thomas de Quincey.
En la
actualidad, la generalización del uso de las drogas no es nada semejante, no
responde a la exploración de nuevas sensaciones o visiones emprendida con
propósitos artísticos o científicos. Ni es una manifestación de rebeldía contra
las normas establecidas por seres inconformes, empeñados en adoptar formas
alternativas de existencia. En nuestros días el consumo masivo de marihuana,
cocaína, éxtasis, crack, heroína, etcétera, responde a un entorno cultural
que empuja a hombres y mujeres a la busca de placeres fáciles y rápidos, que
los inmunicen contra la preocupación y la responsabilidad, en lugar del
encuentro consigo mismos a través de la reflexión y la introspección, actividades
eminentemente intelectuales que a la cultura veleidosa y lúdica le resultan
aburridas. Querer huir del vacío y de la angustia que provoca el sentirse
libre y obligado a tomar decisiones como qué hacer de sí mismo y del mundo que
nos rodea —sobre todo si éste enfrenta desafíos y dramas— es lo que atiza
esa necesidad de distracción, el motor de la civilización en que vivimos. Para
millones de personas las drogas sirven hoy, como las religiones y la alta
cultura ayer, para aplacar las dudas y perplejidades sobre la condición humana,
la vida, la muerte, el más allá, el sentido o sinsentido de la existencia.
Ellas, en la exaltación y euforia o sosiego artificiales que producen,
confieren la momentánea seguridad de estar a salvo, redimido y feliz. Se
trata de una ficción, no benigna sino maligna en este caso, que aísla al
individuo y que sólo en apariencia lo libera de problemas,
responsabilidades y angustias. Porque al final todo ello volverá a hacer presa
de él, exigiéndole cada vez dosis mayores de aturdimiento y
sobreexcitación que profundizarán su vacío espiritual.
En la
civilización del espectáculo el laicismo ha ganado terreno sobre las
religiones, en apariencia. Y, entre los todavía creyentes, han aumentado
los que sólo lo son a ratos y de boca para afuera, de manera superficial y
social, en tanto que en la mayor parte de sus vidas prescinden por entero
de la religión. El efecto positivo de la secularización de la vida es que la
libertad es ahora más profunda que cuando la recortaban y asfixiaban los
dogmas y censuras eclesiásticas. Pero se equivocan quienes creen que porque
haya hoy en el mundo occidental porcentajes menores de católicos y
protestantes que antaño, ha ido desapareciendo la religión en los sectores
ganados al laicismo. Eso sólo ocurre en las estadísticas. En verdad, al
mismo tiempo que muchos fieles renunciaban a las iglesias tradicionales,
comenzaban a proliferar las sectas, los cultos y toda clase de formas
alternativas de practicar la religión, desde el espiritualismo oriental en
todas sus escuelas y divisiones — budismo, budismo zen, tantrismo, yoga—
hasta las iglesias evangélicas que ahora pululan y se dividen y subdividen en
los barrios marginales, y pintorescos sucedáneos como el Cuarto Camino, el
rosacrucismo, la Iglesia de la Unificación —los Moonies—, la Cienciología, tan
popular en Hollywood, e iglesias todavía más exóticas y epidérmicas.[5]
La
razón de esta proliferación de iglesias y sectas es que sólo sectores muy
reducidos de seres humanos pueden prescindir por entero de la religión, la
que, a la inmensa mayoría, hace falta pues sólo la seguridad que la fe
religiosa transmite sobre la trascendencia y el alma la libera del desasosiego,
miedo y desvarío en que la sume la idea de la extinción, del perecimiento
total. Y, de hecho, la única manera como la mayoría de los seres humanos
entiende y practica una ética es a través de una religión. Sólo pequeñas
minorías se emancipan de la religión reemplazando con la cultura el vacío
que ella deja en sus vidas: la filosofía, la ciencia, la literatura y las
artes. Pero la cultura que puede cumplir esta función es la alta cultura,
que afronta los problemas y no los escabulle, que intenta dar respuestas serias
y no lúdicas a los grandes enigmas, interrogaciones y conflictos de que
está rodeada la existencia humana. La cultura de superficie y oropel, de juego
y pose, es insuficiente para suplir las certidumbres, mitos, misterios y
rituales de las religiones que han sobrevivido a la prueba de los siglos. En la
sociedad de nuestro tiempo los estupefacientes y el alcohol suministran
aquella tranquilidad momentánea del espíritu y las certezas y alivios que
antaño deparaban a los hombres y mujeres los rezos, la confesión, la
comunión y los sermones de los párrocos.
Tampoco
es casual que, así como en el pasado los políticos en campaña querían fotografiarse
y aparecer del brazo de eminentes científicos y dramaturgos, hoy busquen
la adhesión y el patrocinio de los cantantes de rock y de los actores de cine,
así como de estrellas del fútbol y otros deportes. Éstos han reemplazado a
los intelectuales como directores de conciencia política de los sectores medios
y populares y ellos encabezan los manifiestos, los leen en las tribunas y
salen a la televisión a predicar lo que es bueno y es malo en el campo
económico, político y social. En la civilización del espectáculo, el
cómico es el rey. Por lo demás, la presencia de actores y cantantes no sólo es
importante en esa periferia de la vida política que es la opinión pública.
Algunos de ellos han participado en elecciones y, como Ronald Reagan y Arnold Schwarzenegger,
llegado a cargos tan importantes como la presidencia de Estados Unidos y la
gobernación de California. Desde luego, no excluyo la posibilidad de que
actores de cine y cantantes de rock o de rap y futbolistas puedan hacer
estimables sugerencias en el campo de las ideas, pero sí rechazo que el
protagonismo político de que hoy día gozan tenga algo que ver con su lucidez o
inteligencia. Se debe exclusivamente a su presencia mediática y a sus
aptitudes histriónicas.
Porque
un hecho singular de la sociedad contemporánea es el eclipse de un personaje
que desde hace siglos y hasta hace relativamente pocos años desempeñaba un
papel importante en la vida de las naciones: el intelectual. Se dice que la
denominación de «intelectual» sólo nació en el siglo XIX, durante el caso
Dreyfus, en Francia, y las polémicas que desató Émile Zola con su célebre «Yo
acuso», escrito en defensa de aquel oficial judío falsamente acusado de
traición a la patria por una conjura de altos mandos antisemitas del Ejército
francés. Pero, aunque el término «intelectual» sólo se popularizara a
partir de entonces, lo cierto es que la participación de hombres de pensamiento
y creación en la vida pública, en los debates políticos, religiosos y de
ideas, se remonta a los albores mismos de Occidente. Estuvo presente en la
Grecia de Platón y en la Roma de Cicerón, en el Renacimiento de Montaigne
y Maquiavelo, en la Ilustración de Voltaire y Diderot, en el Romanticismo de
Lamartine y Victor Hugo y en todos los períodos históricos que condujeron
a la modernidad. Paralelamente a su trabajo de investigación, académico o creativo,
buen número de escritores y pensadores destacados influyeron con sus escritos,
pronunciamientos y tomas de posición en el acontecer político y social,
como ocurría cuando yo era joven, en Inglaterra con Bertrand Russell, en
Francia con Sartre y Camus, en Italia con Moravia y Vittorini, en Alemania
con Günter Grass y Enzensberger, y lo mismo en casi todas las democracias
europeas. Basta pensar, en España, en las intervenciones en la vida
pública de José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno. En nuestros días, el
intelectual se ha esfumado de los debates públicos, por lo menos de los
que importan. Es verdad que algunos todavía firman manifiestos, envían cartas a
los diarios y se enzarzan en polémicas, pero nada de ello tiene
repercusión seria en la marcha de la sociedad, cuyos asuntos económicos,
institucionales e incluso culturales se deciden por el poder político y
administrativo y los llamados poderes fácticos, entre los cuales los
intelectuales brillan por su ausencia.
Conscientes
de la desairada situación a que han sido reducidos por la sociedad en la que
viven, la mayoría ha optado por la discreción o la abstención en el debate
público. Confinados en su disciplina o quehacer particular, dan la espalda a lo
que hace medio siglo se llamaba «el compromiso» cívico o moral del
escritor y el pensador con la sociedad. Hay excepciones, pero, entre ellas, las
que suelen contar —porque llegan a los medios— son las encaminadas más a la
autopromoción y el exhibicionismo que a la defensa de un principio o un valor.
Porque, en la civilización del espectáculo, el intelectual sólo interesa
si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón.
¿Qué ha
conducido al empequeñecimiento y volatilización del intelectual en nuestro
tiempo? Una razón que debe considerarse es el descrédito en que varias
generaciones de intelectuales cayeron por sus simpatías con los totalitarismos
nazi, soviético y maoísta, y su silencio y ceguera frente a horrores como
el Holocausto, el Gulag soviético y las carnicerías de la Revolución Cultural
china. En efecto, es desconcertante y abrumador que, en tantos casos,
quienes parecían las mentes privilegiadas de su tiempo hicieran causa común con
regímenes responsables de genocidios, horrendos atropellos contra los
derechos humanos y la abolición de todas las libertades. Pero, en verdad, la
verdadera razón para la pérdida total del interés de la sociedad en su
conjunto por los intelectuales es consecuencia directa de la ínfima vigencia
que tiene el pensamiento en la civilización del espectáculo.
Porque
otra característica de ella es el empobrecimiento de las ideas como fuerza
motora de la vida cultural. Hoy vivimos la primacía de las imágenes sobre
las ideas. Por eso los medios audiovisuales, el cine, la televisión y ahora
Internet han ido dejando rezagados a los libros, los que, si las
predicciones pesimistas de un George Steiner se confirman, pasarán dentro de no
mucho tiempo a las catacumbas. (Los amantes de la anacrónica cultura
libresca, como yo, no debemos lamentarlo, pues, si así ocurre, esa marginación
tal vez tenga un efecto depurador y aniquile la literatura del
best-seller, justamente llamada basura no sólo por la superficialidad de sus
historias y la indigencia de su forma, sino por su carácter efímero, de
literatura de actualidad, hecha para ser consumida y desaparecer, como los
jabones y las gaseosas.)
El
cine, que, por supuesto, fue siempre un arte de entretenimiento, orientado al
gran público, tuvo al mismo tiempo, en su seno, a veces como una corriente
marginal y algunas veces central, grandes talentos que, pese a las difíciles
condiciones en que debieron siempre trabajar los cineastas por razones de
presupuesto y dependencia de las productoras, fueron capaces de realizar obras
de una gran riqueza, profundidad y originalidad, y de inequívoco sello
personal. Pero, nuestra época, conforme a la inflexible presión de la cultura
dominante, que privilegia el ingenio sobre la inteligencia, las imágenes
sobre las ideas, el humor sobre la gravedad, la banalidad sobre lo profundo y
lo frívolo sobre lo serio, ya no
produce
creadores como Ingmar Bergman, Luchino Visconti o Luis Buñuel. ¿A quién corona
ícono el cine de nuestros días? A Woody Allen, que es, a un David Lean o un
Orson Welles, lo que Andy Warhol a Gauguin o Van Gogh en pintura, o un Dario Fo
a un Chéjov o un Ibsen en teatro.
Tampoco
sorprende que, en la era del espectáculo, en el cine los efectos especiales
hayan pasado a tener un protagonismo que relega a temas, directores, guión
y hasta actores a un segundo plano. Se puede alegar que ello se debe en buena
parte a la prodigiosa evolución tecnológica de los últimos años, que
permite ahora hacer verdaderos milagros en el campo de la simulación y la
fantasía visuales. En parte, sin duda. Pero en otra parte, y acaso la
principal, se debe a una cultura que propicia el menor esfuerzo intelectual, no
preocuparse ni angustiarse ni, en última instancia, pensar, y más bien
abandonarse, en actitud pasiva, a lo que el ahora olvidado Marshall McLuhan
—sagaz profeta del signo que tomaría la cultura de hoy— llamaba «el baño
de las imágenes», esa entrega sumisa a unas emociones y sensaciones desatadas
por un bombardeo inusitado y en ocasiones brillantísimo de imágenes que
capturan la atención, aunque ellas, por su naturaleza primaria y pasajera, emboten
la sensibilidad y el intelecto del público.
En
cuanto a las artes plásticas, ellas se adelantaron a todas las otras
expresiones de la vida cultural en sentar las bases de la cultura del espectáculo,
estableciendo que el arte podía ser juego y farsa y nada más que eso. Desde que
Marcel Duchamp, quien, qué duda cabe, era un genio, revolucionó los
patrones artísticos de Occidente estableciendo que un excusado era también una
obra de arte si así lo decidía el artista, ya todo fue posible en el
ámbito de la pintura y escultura, hasta que un magnate pague doce millones y
medio de euros por un tiburón preservado en formol en un recipiente de
vidrio y que el autor de esa broma, Damien Hirst, sea hoy reverenciado no como
el extraordinario vendedor de embaucos que es, sino como un gran artista
de nuestro tiempo. Tal vez lo sea, pero eso no habla bien de él sino muy mal de
nuestro tiempo. Un tiempo en que el desplante y la bravata, el gesto provocador
y despojado de sentido, bastan a veces, con la complicidad de las mafias que controlan
el mercado del arte y los críticos cómplices o papanatas, para coronar falsos
prestigios, confiriendo el estatuto de artistas a ilusionistas que ocultan
su indigencia y su vacío detrás del embeleco y la supuesta insolencia. Digo
«supuesta» porque el excusado de Duchamp tenía al menos la virtud de la
provocación. En nuestros días, en que lo que se espera de los artistas no es el
talento, ni la destreza, sino la pose y el escándalo, sus atrevimientos no
son más que las máscaras de un nuevo conformismo. Lo que era antes
revolucionario se ha vuelto moda, pasatiempo, juego, un ácido sutil que
desnaturaliza el quehacer artístico y lo vuelve función de Gran Guiñol. En las
artes plásticas la frivolización ha llegado a extremos alarmantes. La
desaparición de mínimos consensos sobre los valores estéticos hace que en este
ámbito la confusión reine y reinará por mucho tiempo, pues ya no es
posible discernir con cierta objetividad qué es tener talento o carecer de él,
qué es bello y qué es feo, qué obra representa algo nuevo y durable y cuál
no es más que un fuego fatuo. Esa confusión ha convertido el mundo de las artes
plásticas en un carnaval donde genuinos creadores y vivillos y embusteros
andan revueltos y a menudo resulta difícil diferenciarlos. Inquietante anticipo
de los abismos a que puede llegar una cultura enferma de hedonismo barato
que sacrifica toda otra motivación y designio a divertir. En un agudo ensayo
sobre las escalofriantes derivas que ha llegado a tomar el arte contemporáneo
en sus casos extremos, Carlos Granés Maya cita «una de las performances
más abyectas que se recuerdan en Colombia», la del artista Fernando Pertuz que
en una galería de arte defecó ante el público y, luego, «con total
solemnidad», procedió a ingerir sus heces.[6]
Y, en
cuanto a la música, el equivalente del excusado de Marcel Duchamp es, sin duda,
la composición del gran gurú de la modernidad musical en los Estados
Unidos, John Cage, titulada 4’33” (1952), en la que un pianista se sentaba
frente a un piano pero no tocaba una tecla durante cuatro minutos y
treinta y tres segundos, pues la obra consistía en los ruidos que eran
producidos en la sala por el azar y los oyentes divertidos o exasperados.
El empeño del compositor y teórico era abolir los prejuicios que hacen
distingos de valor entre el sonido y la bulla o el ruido. No hay duda que
lo consiguió.
En la
civilización del espectáculo la política ha experimentado una banalización
acaso tan pronunciada como la literatura, el cine y las artes plásticas,
lo que significa que en ella la publicidad y sus eslóganes, lugares comunes,
frivolidades, modas y tics, ocupan casi enteramente el quehacer antes
dedicado a razones, programas, ideas y doctrinas. El político de nuestros días,
si quiere conservar su popularidad, está obligado a dar una atención
primordial al gesto y a la forma, que importan más que sus valores,
convicciones y principios.
Cuidar
de las arrugas, la calvicie, las canas, el tamaño de la nariz y el brillo de la
dentadura, así como del atuendo, vale tanto, y a veces más, que explicar
lo que el político se propone hacer o deshacer a la hora de gobernar. La
entrada de la modelo y cantante Carla Bruni al Palacio del Elíseo como
Madame Sarkozy y el fuego de artificio mediático que trajo consigo y que aún no
cesa de coletear, muestra cómo, ni siquiera Francia, el país que se
preciaba de mantener viva la vieja tradición de la política como quehacer
intelectual, de cotejo de doctrinas e ideas, ha podido resistir y ha
sucumbido también a la frivolidad universalmente imperante.
(Entre
paréntesis, tal vez convendría dar alguna precisión sobre lo que entiendo por
frivolidad. El diccionario llama frívolo a lo ligero, veleidoso e insustancial,
pero nuestra época ha dado a esa manera de ser una connotación más compleja. La
frivolidad consiste en tener una tabla de valores invertida o
desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la apariencia
más que la esencia y en la que el gesto y el desplante —la representación—
hacen las veces de sentimientos e ideas. En una novela medieval que yo admiro,
Tirant lo Blanc, la esposa de Guillem de Vàroic da una bofetada a su hijo,
un niñito recién nacido, para que llore por la partida de su padre a Jerusalén.
Nosotros los lectores nos reímos, divertidos con ese disparate, como si
las lágrimas que le arranca esa bofetada a la pobre criatura pudieran ser
confundidas con el sentimiento de tristeza. Pero ni esa dama ni los
personajes que contemplan aquella escena se ríen porque para ellos el llanto
—la pura forma— es la tristeza. Y no hay otra manera de estar triste que
llorando —«derramando vivas lágrimas» dice la novela— pues en ese mundo es la
forma la que cuenta, a cuyo servicio están los contenidos de los actos.
Eso es la frivolidad, una manera de entender el mundo, la vida, según la cual
todo es apariencia, es decir teatro, es decir juego y diversión.)
Comentando
la fugaz revolución zapatista del subcomandante Marcos en Chiapas —una
revolución que Carlos Fuentes llamó la primera «revolución posmoderna»,
apelativo sólo admisible en su acepción de mera representación sin contenido ni
trascendencia, montada por un experto en técnicas de publicidad—, Octavio
Paz señaló con exactitud el carácter efímero, presentista, de las acciones (más
bien simulacros) de los políticos contemporáneos: «Pero la civilización
del espectáculo es cruel. Los espectadores no tienen memoria; por esto tampoco
tienen remordimientos ni verdadera conciencia. Viven prendidos a la
novedad, no importa cuál sea con tal de que sea nueva. Olvidan pronto y pasan
sin pestañear de las escenas de muerte y destrucción de la guerra del
Golfo Pérsico a las curvas, contorsiones y trémulos de Madonna y de Michael Jackson.
Los comandantes y los obispos están llamados a sufrir la misma suerte; también
a ellos les aguarda el Gran Bostezo, anónimo y universal, que es el
Apocalipsis y el Juicio Final de la sociedad del espectáculo».[7]
En el dominio
del sexo nuestra época ha experimentado transformaciones notables, gracias a
una progresiva liberalización de los antiguos prejuicios y tabúes de
carácter religioso que mantenían a la vida sexual dentro de un cepo de
prohibiciones. En este campo, sin duda, en el mundo occidental ha habido
progresos con la aceptación de las uniones libres, la reducción de la
discriminación machista contra las mujeres, los gays y otras minorías
sexuales que poco a poco van siendo integradas en una sociedad que, a veces a
regañadientes, comienza a reconocer el derecho a la libertad sexual entre
adultos. Ahora bien, la contrapartida de esta emancipación sexual ha sido,
también, la banalización del acto sexual, que, para muchos, sobre todo en
las nuevas generaciones, se ha convertido en un deporte o pasatiempo, un
quehacer compartido que no tiene más importancia, y acaso menos, que la
gimnasia, el baile o el fútbol. Tal vez sea sano, en materia de equilibrio
psicológico y emocional, esta frivolización del sexo, aunque debería
llevarnos a reflexionar el hecho de que, en una época como la nuestra, de
notable libertad sexual, incluso en las sociedades más abiertas no hayan
disminuido los crímenes sexuales y, acaso, hayan aumentado. El sexo light es el
sexo sin amor y sin imaginación, el sexo puramente instintivo y animal.
Desfoga una necesidad biológica pero no enriquece la vida sensible ni emocional
ni estrecha la relación de la pareja más allá del entrevero carnal; en vez
de liberar al hombre o a la mujer de la soledad, pasado el acto perentorio y fugaz
del amor físico, los devuelve a ella con una sensación de fracaso y
frustración.
El
erotismo ha desaparecido, al mismo tiempo que la crítica y la alta cultura.
¿Por qué? Porque el erotismo, que convierte el acto sexual en obra de
arte, en un ritual al que la literatura, las artes plásticas, la música y una
refinada sensibilidad impregnan de imágenes de elevado virtuosismo
estético, es la negación misma de ese sexo fácil, expeditivo y promiscuo en el
que paradójicamente ha desembocado la libertad conquistada por las nuevas
generaciones. El erotismo existe como contrapartida o desacato a la norma, es
una actitud de desafío a las costumbres entronizadas y, por lo mismo,
implica secreto y clandestinidad. Sacado a la luz pública, vulgarizado, se
degrada y eclipsa, no lleva a cabo esa desanimalización y humanización
espiritual y artística del quehacer sexual que permitió antaño. Produce
pornografía, abaratamiento procaz y canalla de ese erotismo que irrigó, en
el pasado, una corriente riquísima de obras en la literatura y las artes
plásticas, que, inspiradas en las fantasías del deseo sexual, producían
memorables creaciones estéticas, desafiaban el statu quo político y moral,
combatían por el derecho de los seres humanos al placer y dignificaban un
instinto animal transformándolo en obra de arte.
¿De qué
manera ha influido el periodismo en la civilización del espectáculo y ésta en
aquél?
La
frontera que tradicionalmente separaba al periodismo serio del escandaloso y
amarillo ha ido perdiendo nitidez, llenándose de agujeros hasta en muchos
casos evaporarse, al extremo de que es difícil en nuestros días establecer
aquella diferencia en los distintos medios de información. Porque una de
las consecuencias de convertir el entretenimiento y la diversión en el valor
supremo de una época es que, en el campo de la información,
insensiblemente ello va produciendo también un trastorno recóndito de las
prioridades: las noticias pasan a ser importantes o secundarias sobre
todo, y a veces exclusivamente, no tanto por su significación económica,
política, cultural y social como por su carácter novedoso, sorprendente,
insólito, escandaloso y espectacular. Sin que se lo haya propuesto, el
periodismo de nuestros días, siguiendo el mandato cultural imperante,
busca entretener y divertir informando, con el resultado inevitable de
fomentar, gracias a esta sutil deformación de sus objetivos tradicionales,
una prensa también light, ligera, amena, superficial y entretenida que, en los
casos extremos, si no tiene a la mano informaciones de esta índole sobre
las que dar cuenta, ella misma las fabrica.
Por
eso, no debe llamarnos la atención que los casos más notables de conquista de
grandes públicos por órganos de prensa los alcancen hoy no las
publicaciones serias, las que buscan el rigor, la verdad y la objetividad en la
descripción de la actualidad, sino las llamadas «revistas del corazón»,
las únicas que desmienten con sus ediciones millonarias el axioma según el cual
en nuestra época el periodismo de papel se encoge y retrocede ante la
competencia del audiovisual y digital. Esto sólo vale para la prensa que
todavía trata, remando contra la corriente, de ser responsable, de
informar antes que entretener o divertir al lector. Pero ¿qué decir de un
fenómeno como el de ¡Hola!? Esa revista, que ahora se publica no sólo en
español, sino en once idiomas, es ávidamente leída —acaso sería más exacto
decir hojeada— por millones de lectores en el mundo entero —entre ellos
los de los países más cultos del planeta, como Canadá e Inglaterra— que, está
demostrado, la pasan muy bien con las noticias sobre cómo se casan,
descasan, recasan, visten, desvisten, se pelean, se amistan y dispensan sus
millones, sus caprichos y sus gustos, disgustos y malos gustos los ricos,
triunfadores y famosos de este valle de lágrimas. Yo vivía en Londres, en 1989,
cuando apareció la versión inglesa de ¡Hola!, Hello!, y he visto con mis
propios ojos la vertiginosa rapidez con que aquella criatura periodística
española conquistó a la tierra de Shakespeare. No es exagerado decir que
¡Hola! y congéneres son los productos periodísticos más genuinos de la
civilización del
espectáculo.
Convertir
la información en un instrumento de diversión es abrir poco a poco las puertas
de la legitimidad a lo que, antes, se refugiaba en un periodismo marginal
y casi clandestino: el escándalo, la infidencia, el chisme, la violación de la
privacidad, cuando no —en los casos peores— al libelo, la calumnia y el
infundio.
Porque
no existe forma más eficaz de entretener y divertir que alimentando las bajas
pasiones del común de los mortales. Entre éstas ocupa un lugar epónimo la
revelación de la intimidad del prójimo, sobre todo si es una figura pública,
conocida y prestigiada. Éste es un deporte que el periodismo de nuestros
días practica sin escrúpulos, amparado en el derecho a la libertad de
información. Aunque existen leyes al respecto y algunas veces —raras
veces— hay procesos y sentencias jurídicas que penalizan los excesos, se trata
de una costumbre cada vez más generalizada que ha conseguido, de hecho,
que en nuestra época la privacidad desaparezca, que ningún rincón de la vida de
cualquiera que ocupe la escena pública se libre de ser investigado,
revelado y explotado a fin de saciar esa hambre voraz de entretenimiento y
diversión que periódicos, revistas y programas de información están
obligados a tener en cuenta si quieren sobrevivir y no ser expulsados del
mercado. Al mismo tiempo que actúan así, en respuesta a una exigencia de
su público, los órganos de prensa, sin quererlo y sin saberlo, contribuyen
mejor que nadie a consolidar esa civilización light que ha dado a la
frivolidad la supremacía que antes tuvieron las ideas y las realizaciones
artísticas.
En uno
de sus últimos artículos, «No hay piedad para Ingrid ni Clara»,[8] Tomás Eloy
Martínez se indignaba por el acoso a que sometieron los periodistas
practicantes del amarillismo a Ingrid Betancourt y a Clara Rojas, al ser
liberadas, luego de seis años en las selvas colombianas secuestradas por
las FARC, con preguntas tan crueles y estúpidas como si las habían violado, si
habían visto violar a otras cautivas, o —esto a Clara Rojas— si había
tratado de ahogar en un río al hijo que tuvo con un guerrillero. «Este
periodismo —escribía Tomás Eloy Martínez— sigue esforzándose por convertir
a las víctimas en piezas de un espectáculo que se presenta como información
necesaria, pero cuya única función es saciar la curiosidad perversa de los
consumidores del escándalo». Su protesta era justa, desde luego. Su error
consistía en suponer que «la curiosidad perversa de los consumidores del
escándalo» es patrimonio de una minoría. No es verdad: esa curiosidad carcome a
esas vastas mayorías a las que nos referimos cuando hablamos de «opinión
pública». Esa vocación maledicente, escabrosa y frívola es la que da el tono cultural
de nuestro tiempo y la imperiosa demanda a que la prensa toda, en grados
distintos y con pericia y formas diferentes, está obligada a atender,
tanto la seria como la descaradamente escandalosa.
Otra
materia que ameniza mucho la vida de la gente es la catástrofe. Todas, desde
los terremotos y maremotos hasta los crímenes en serie y, sobre todo, si
en ellos hay los agravantes del sadismo y las perversiones sexuales. Por eso,
en nuestra época, ni la prensa más responsable puede evitar que sus
páginas se vayan tiñendo de sangre, de cadáveres y de pedófilos. Porque éste es
un alimento morboso que necesita y reclama ese apetito de asombro que
inconscientemente presiona sobre los medios de comunicación por parte del público
lector, oyente y espectador.
Toda
generalización es falaz y no se puede meter en el mismo saco a todos por igual.
Por supuesto que hay diferencias y que algunos medios tratan de resistir
la presión en la que operan sin renunciar a los viejos paradigmas de seriedad,
objetividad, rigor y fidelidad a la verdad, aunque ello sea aburrido y
provoque en los lectores y oyentes el Gran Bostezo del que hablaba Octavio Paz.
Señalo una tendencia que marca el quehacer periodístico de nuestro tiempo,
sin desconocer que hay diferencias de profesionalismo, de conciencia y
comportamiento ético entre los distintos órganos de prensa. Pero la triste
verdad es que ningún diario, revista y programa informativo de hoy puede
sobrevivir —conservar un público fiel — si desobedece de manera absoluta
los rasgos distintivos de la cultura predominante de la sociedad y el tiempo en
el que opera. Desde luego que los grandes órganos de prensa no son meras
veletas que deciden su línea editorial, su conducta moral y sus prelaciones
informativas en función exclusiva de los sondeos de las agencias sobre los
gustos del público. Su función es, también, orientar, asesorar, educar y
dilucidar lo que es cierto o falso, justo e injusto, bello y execrable en
el vertiginoso vórtice de la actualidad en la que el público se siente
extraviado. Pero para que esta función sea posible es preciso tener un
público. Y el diario o programa que no comulga en el altar del espectáculo
corre hoy el riesgo de perderlo y dirigirse sólo a fantasmas.
No está
en poder del periodismo por sí solo cambiar la civilización del espectáculo,
que ha contribuido a forjar. Ésta es una realidad enraizada en nuestro
tiempo, la partida de nacimiento de las nuevas generaciones, una manera de ser,
de vivir y acaso de morir del mundo que nos ha tocado, a nosotros, los
afortunados ciudadanos de estos países a los que la democracia, la libertad,
las ideas, los valores, los libros, el arte y la literatura de Occidente
nos han deparado el privilegio de convertir al entretenimiento pasajero en la
aspiración suprema de la vida humana y el derecho de contemplar con
cinismo y desdén todo lo que aburre, preocupa y nos recuerda que la vida no
sólo es diversión, también drama, dolor, misterio y frustración.
Antecedentes
Piedra
de Toque
Caca de
elefante
En
Inglaterra, aunque usted no lo crea, todavía son posibles los escándalos
artísticos. La muy respetable Royal Academy of Arts, institución privada
que se fundó en 1768 y que, en su galería de Mayfair, suele presentar
retrospectivas de grandes clásicos o de modernos sacramentados por la
crítica, protagoniza en estos días uno que hace las delicias de la prensa y de
los filisteos que no pierden su tiempo en exposiciones. Pero, a ésta,
gracias al escándalo, irán en masa, permitiendo de este modo —no hay bien que
por mal no venga— que la pobre Royal Academy supere por algún tiempito más
sus crónicos quebrantos económicos.
¿Fue
con este objetivo en mente que organizó la muestra Sensation, con obras de
jóvenes pintores y escultores británicos de la colección del publicista
Charles Saatchi? Si fue así, bravo, éxito total. Es seguro que las masas
acudirán a contemplar, aunque sea tapándose las narices, las obras del
joven Chris Ofili, de veintinueve años, alumno del Royal College of Art, estrella
de su generación según un crítico, que monta sus obras sobre bases de caca
de elefante solidificada. No fue por esta particularidad, sin embargo, por la
que Chris Ofili llegó a los titulares de los tabloides, sino por su
blasfema pieza Santa Virgen María, en la que la madre de Jesús aparece rodeada
de fotos pornográficas.
Pero no
es este cuadro el que ha generado más comentarios. El laurel se lo lleva el
retrato de una famosa infanticida, Myra Hindley, que Marcus Harvey, el
astuto artista, ha compuesto mediante la impostación de manos pueriles. Otra
originalidad de la muestra resulta de la colaboración de Jake y Dinos
Chapman; la obra se llama Aceleración Cigótica y, ¿como indica su título?,
despliega a un abanico de niños andróginos cuyas caras son, en verdad,
falos erectos. Ni que decir que la infamante acusación de pedofilia ha sido
proferida contra los inspirados autores. Si la exposición es
verdaderamente representativa de lo que estimula y preocupa a los jóvenes
artistas en Gran Bretaña, hay que concluir que la obsesión genital
encabeza su tabla de prioridades. Por ejemplo, Mat Collishaw ha perpetrado un
óleo describiendo, en un primer plano gigante, el impacto de una bala en
un cerebro humano; pero lo que el espectador ve, en realidad, es una vagina y
una vulva. ¿Y qué decir del audaz ensamblador que ha atiborrado sus urnas
de cristal con huesos humanos y, por lo visto, hasta residuos de un feto?
Lo
notable del asunto no es que productos de esta catadura lleguen a deslizarse en
las salas de exposiciones más ilustres, sino que haya gentes que todavía
se sorprendan por ello. En lo que a mí se refiere, yo advertí que algo andaba
podrido en el mundo del arte hace exactamente treinta y siete años, en
París, cuando un buen amigo, escultor cubano, harto de que las galerías se
negaran a exponer las espléndidas maderas que yo le veía trabajar de sol a
sol en su chambre de bonne, decidió que el camino más seguro hacia el éxito en
materia de arte era llamar la atención. Y, dicho y hecho, produjo unas
«esculturas» que consistían en pedazos de carne podrida, encerrados en cajas de
vidrio, con moscas vivas revoloteando en torno. Unos parlantes aseguraban que
el zumbido de las moscas resonara en todo el local como una amenaza
terrífica. Triunfó, en efecto, pues hasta una estrella de la Radio-Televisión
Francesa, Jean-Marie Drot, lo invitó a su programa.
La más
inesperada y truculenta consecuencia de la evolución del arte moderno y la
miríada de experimentos que lo nutren es que ya no existe criterio
objetivo alguno que permita calificar o descalificar una obra de arte, ni
situarla dentro de una jerarquía, posibilidad que se fue eclipsando a
partir de la revolución cubista y desapareció del todo con la no figuración. En
la actualidad todo puede ser arte y nada lo es, según el soberano capricho
de los espectadores, elevados, en razón del naufragio de todos los patrones
estéticos, al nivel de árbitros y jueces que antaño detentaban sólo
ciertos críticos. El único criterio más o menos generalizado para las obras de
arte en la actualidad no tiene nada de artístico; es el impuesto por un
mercado intervenido y manipulado por mafias de galeristas y marchands que de
ninguna manera revela gustos y sensibilidades estéticas, sólo operaciones
publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos.
Hace
más o menos un mes visité, por cuarta vez en mi vida (pero ésta será la
última), la Bienal de Venecia. Estuve allí un par de horas, creo, y al
salir advertí que a ni uno solo de todos los cuadros, esculturas y objetos que
había visto, en la veintena de pabellones que recorrí, le hubiera abierto
las puertas de mi casa. El espectáculo era tan aburrido, farsesco y desolador
como la exposición de la Royal Academy, pero multiplicado por cien y con
decenas de países representados en la patética mojiganga, donde, bajo la
coartada de la modernidad, el experimento, la búsqueda de «nuevos medios
de expresión», en verdad se documentaba la terrible orfandad de ideas, de
cultura artística, de destreza artesanal, de autenticidad e integridad que
caracteriza a buena parte del quehacer plástico en nuestros días.
Desde
luego, hay excepciones. Pero, no es nada fácil detectarlas, porque, a
diferencia de lo que ocurre con la literatura, campo en el que todavía no
se han desmoronado del todo los códigos estéticos que permiten identificar la
originalidad, la novedad, el talento, la desenvoltura formal o la
ramplonería y el fraude, y donde existen aún —¿por cuánto tiempo más?— casas
editoriales que mantienen unos criterios coherentes y de alto nivel, en el
caso de la pintura es el sistema el que está podrido hasta los tuétanos, y
muchas veces los artistas más dotados y auténticos no encuentran el camino
del público por ser insobornables o simplemente ineptos para lidiar en la
jungla deshonesta donde se deciden los éxitos y fracasos artísticos.
A pocas
cuadras de la Royal Academy, en Trafalgar Square, en el pabellón moderno de la
National Gallery, hay una pequeña exposición que debería ser obligatoria
para todos los jóvenes de nuestros días que aspiran a pintar, esculpir,
componer, escribir o filmar. Se llama Seurat y los bañistas y está
dedicada al cuadro Un baño en Asnières, uno de los dos más famosos que aquel
artista pintó (el otro es Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte),
entre 1883 y 1884. Aunque dedicó unos dos años de su vida a aquella
extraordinaria tela, en los que, como se advierte en la muestra, hizo
innumerables bocetos y estudios del conjunto y los detalles del cuadro, en
verdad la exposición prueba que toda la vida de Seurat fue una lenta,
terca, insomne, fanática preparación para llegar a alcanzar aquella perfección
formal que plasmó en esas dos obras maestras.
En Un
baño en Asnières esa perfección nos maravilla —y, en cierto modo, abruma— en la
quietud de las figuras que se asolean, bañan en el río o contemplan el
paisaje, bajo aquella luz cenital que parece estar disolviendo en brillos de
espejismo el remoto puente, la locomotora que lo cruza y las chimeneas de
Passy. Esa serenidad, ese equilibrio, esa armonía secreta entre el hombre y el
agua, la nube y el velero, los atuendos y los remos, son, sí, la
manifestación de un dominio absoluto del instrumento, del trazo de la línea y
la administración de los colores, conquistado a través del esfuerzo; pero,
todo ello denota también una concepción altísima, nobilísima, del arte de
pintar, como fuente autosuficiente de placer y como realización del
espíritu, que encuentra en su propio hacer la mejor recompensa, una vocación
que en su ejercicio se justifica y ensalza. Cuando terminó este cuadro,
Seurat tenía apenas veinticuatro años, es decir, la edad promedio de esos jóvenes
estridentes de la muestra Sensation de la Royal Academy; sólo vivió seis más.
Su obra, brevísima, es uno de los faros artísticos del
siglo
XIX. La admiración que ella nos despierta no deriva sólo de la pericia técnica,
la minuciosa artesanía, que en ella se refleja. Anterior a todo eso y como
sosteniéndolo y potenciándolo, hay una actitud, una ética, una manera de asumir
la vocación en función de un ideal, sin las cuales es imposible que un
creador llegue a romper los límites de una tradición y los extienda, como hizo
Seurat. Esa manera de «elegirse artista» parece haberse perdido para
siempre entre los jóvenes impacientes y cínicos de hoy que aspiran a tocar la
gloria a como dé lugar, aunque sea empinándose en una montaña de mierda
paquidérmica.
Mario Vargas Llosa
El
País, Madrid, 21 de septiembre de 1997
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